miércoles, 18 de agosto de 2010

Uno y uno siempre fueron dos.

La luna dejó de ser redonda en el momento en que tú cuadraste mis razones. Aparcando cada sentimiento en una esquina, conseguiste envolver los acontecimientos de mi razón y tu corazón.

Prohibiste el paso a todo asomo de romanticismo. Prometimos nunca ser uno, siempre tú y yo. Una línea nos unía, nunca nos rodeó.

Una mesa, para dos. Siempre distintos platos, nunca una ración. Cuenta compartida, a cada plato su valor.

Una casa, yo en tu cama, tú en la mía. Dividimos el espacio, siempre para dos... con la única norma de no invadir el territorio vecino. Menú del día: lentejas malas de anteayer, hamburguesa a medio comer, ¿de postre? uno chocolate, el otro café. Y como a mí no me gusta tirar la comida, decidimos vivir por separado. Más aún.

Paseamos juntos, yo de tu mano, tú de mi ombligo. Reimos juntos de las parejas que compartían el mismo helado, de los que abrazados parecían un hombre gordo, de los que al juntar sus risas provocaban un sonido desagradable, de los que caminando a la vez parecían soldados. Tú y yo no, tú y yo caminábamos cada uno a su ritmo, un paso tuyo eran dos míos. Cada uno cogimos un remo en la barca, y por más que yo intenté remar más fuerte y tú más flojo, no conseguimos avanzar, pero nos reímos de la situación, aunque yo me cansé antes de reír. Y luego a casa en metro, cada uno en su estación. Tontos los que acompañan al otro al portal. Yo no iva a permitir eso, si por volver él sólo a su casa le pasaba algo, nunca me lo perdonaría.

Y como las pilas, siempre hay una más buena que otra... y uno de los dos acabó por cansarse antes, y nos despedimos. Y cuando nos preguntan, ninguno dice "cada uno con su vida", es lo bueno que tiene que siempre vivimos cada uno la nuestra.

Algunos dicen que nos equivocamos en la fórmula, que no debimos sumar, que debimos multiplicarnos el uno por el otro, para obtener un buen resultado.